Ser
tabernero es una cuestión de actitud ante la vida. Y si no, que se lo digan a
Paco Abajo, uno de esos procuradores capitalinos con raza que han dado mucha
gloria a los tribunales, y gran complicidad a todos los profesionales de un
mundo tan vivo y complejo como la justicia. Después de muchas tareas y afanes,
ha desempolvado su vocación tabernaria que siempre le ha acompañado. Como las
casualidades no existen, ha abierto su coqueta
casa de comidas, con aire de barra y mesa eterna muy cerca de
Plaza de Castilla.
Fijo
se llama el rincón de felicidades claras que ha montado Paco en Madrid. La
fiesta gira en torno al concepto que denomina «platillos». Una sucesión de
bocados de varios pelajes que no pretenden desnudar las osadías colinarias,
pero sí incentivar que cada almuerzo o cena sea para repetir un día tras otro.
Esas
medias raciones enganchan perfectamente con la idea de que hoy el parroquiano
de los restaurantes y tabernas pretende comer rico, pero no de modo abundante.
Ha llegado y se ha instalado definitivamente una noción saludable, también de
la sostenibilidad y la salud en cualquier figón madrileño. Ya no hay ningún cierre
que se levante para azotar los estómagos y ese pellizquito de alegría que nos
da ir a compartir mesa. El cocinero
peruano llamado Fidel Meza ejecuta con sobriedad y simpatía una carta tan
larga como los artículos de la Ley Concursal, con un precio que no necesita la
minuta de un abogado de campanillas para darse un homenaje.
Todo
empieza con una ensaladilla rusa con ventresca
de buena factura, pues ya es santo y seña de cualquier tabernáculo
de Madrid que la entrada tenga esa seña. Al igual que la croqueta trufada o de
jamón, que hacen un auténtico dúo dinámico para retratar un bar del foro. El
origen culinario
de Fidel se expresa en una causa alimeña muy personal
y en un suave ceviche que incluso merece mayor prestancia. A anotar, un alegre
guacamole, un risotto, o falso, pues es de sémola, setas shitaki y trufa. No se
puede perder el goloso el buen tratamiento de la yuca de esta casa, como la que
le da caché a un brioche de atún y foie. En solo tres meses de existencia, se
puede vagabundear por esa carta saltarina y chisposa que componen otros
platillos, caso del arroz con secreto ibérico o una muy socorrida hamburguesa
de ciervo, para todas las penalidades judiciales o de las parejas que se rompen
de manera sucesiva. En Fijo uno se cura del desamor e incluso de la ruina. Y en
su versión líquida hay más de 80 guiños de varias regiones donde, sin
estridencias ni esnobismos, poder darnos también un gusto. El mismo que la
variada paleta dulce que compone coulant de chocolate, el tiramisú, el castizo
helado de violeta o el pecaminoso tocinillo
de cielo. Seguramente en Fijo el comensal no va a
descubrir la pólvora coquinaria. Pero sus 30 cubiertos aproximados tienen ese
difícil equilibrio de un lugar de refugio.
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