En
el medio de las cosas suele estar la verdad. Desde
Aristóteles se sabe que la duda es el punto de equilibrio, son los únicos
cambios auténticos para llegar a la gloria y también a la nada. Cuando alguien se coloca deliberadamente
en el medio de las cosas, puede ser el resultado de un destino geográfico o una
elección de vida. Alberto Fernández, cocinero de origen barcelonés criado en
Hoffman, indagó en los madriles un espacio para recrear al modo de un recoleto
bistró, muchos de sus aprendizajes culinarios.
De
una manera delicada y humilde, confiesa que ha «abierto una casa de comidas sin
mayores pretensiones». La hoy obligada búsqueda del producto, en el barrio de
Costa Rica, ha ido ganando parroquia silenciosa, pero fiel. Porque Madrid es,
por encima de muchas declaraciones altisonantes de los políticos del fuego cruzado,
una ciudad mesocrática y tolerante. En el callejón donde se enclava este
tabernáculo con fondo de restaurante vagabundo, se alía como en una puesta en
escena de una comedia gatuna una clientela variopinta. Los
cuatro años de vida de la casa de Alberto, en compañía de Silvia de Rato,
cómplice de oficio y vida, ha visto toda suerte de confidencias, cortejos o
simplemente la lánguida manera de que un almuerzo o una cena en las mesas, barra o
terraza, vayan dando color a los días.
Es
un negocio tan personal que los propios avatares de los dueños, con la llegada
de trillizos sin anestesia, han condicionado que este rincón tan cálido lo sea
aún más. De martes a sábado, se despachan dos servicios diarios en un menú de
inagotable fondo. La
fiesta comienza con unos bocaditos picantitos de la casa, una benemérita
ensaladilla rusa tan del siglo XXI que es agradable incluso su escasa solidez,
unos buñuelos de bacalao, el bocata de carrillera ibérico y una respetuosa y
afrancesada sopa de cebolla.
Aquí
la estrella es, y no parece un lema de grandes almacenes, el cliente. La
cartera se masajea tanto como el estómago y los garbanzos, con butifarra negra,
el guisante con velo de papada, alcachofas, pulpo y demás bocados, son tratados
minuciosamente, porque Alberto
es un cirujano de la felicidad sencilla que tanto nos anima para ir a su casa y
no ver el telediario.
Hay
fuera de carta, caso
de los mejillones que se combinan con un saam de rodaballo, uno de los platos fetiche, puro sabor,
conjunto al atún rojo en dos versiones donde destaca la parpatana con pitarra
frita. La sorpresa inagotable de este sitio, que no es para nada un guiño castizo
«al del medio de los chichos», viene por unos callos de ternera, que son
auténtica antología de la zarzuela.
En
el escalafón de la mejor casquería capitalina se encuentran los que Alberto,
con la gelatina justa, y el entresijo variado, rinde homenaje a todos esos
taberneros que han ido pasando por las generaciones e incluso sorteando los
cantos de sirena de la gastrotontería.
Mucho buen
vino, todo seleccionado por la sonriente mano del
tabernero, son una secuencia líquida perfecta para
un arroz de rabo de toro, un clásico pichón, por los que usted, señor, le venga
en gana. Madrid es tierra recogida y muy dulzona. Y a los gatos nos
vale como postre unas milhojas, una tarta de manzana, un pan con chocolate o
una paulova, todo casero a carta cabal, porque no sé si el tópico del cielo
está cerca, pero en este escondite se roza.
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