El
fondo de armario de las tabernas de Madrid es inagotable. El oficio de
tabernero es hoy casi una actitud heroica y de reinventarse frente a cualquier
adversidad. Y qué bonita historia escriben personajes como Javier y su mujer
Marta, creando un relato de felicidad en un barrio que en principio es tan
multicultural que sepulta cualquier atisbo
de carisma y elegancia. Puro Lavapiés. La Caníbal se llama la criatura.
Desde
1971 una familia gallega puso una bandera culinaria, donde las peladillas del
Norte se han despachado con esa autenticidad de la barra y el mantel que tanto
gusta a los gatos. Javier ha dado una vuelta de tuerca, y empezó con la alianza
de la cerveza artesana que va a salpicando muchos tabernáculos del foro.
Después, fiel a su pasión por el vino, ha creado una casa, que también es un
sello y una marca que empieza repetirse como un eco entre los locos enópatas de
la capital.
Por
eso, es lugar de destino infalible de los grandes centuriones del vino, caso de
Pedro Ballesteros, nuestro Master of Wine más reputado y activo.
De
hecho, en pura lógica ha alcanzado el no menos prestigioso premio de la
International Wine
Challenge, como mejor bar de vinos alternativos de España.
Y aquí no hay trampa ni cartón con las más de 400 referencias, que en una barra
como un mapa de las alegrías del vino, se coloca como gancho. Además, en un
ejercicio de comunicación y de limpieza de prejuicios ante la seriedad aburrida
del vino, se puede tomar el vino en grifo o en una frasca. Y la oferta es un
auténtico recorrido por esos pequeños productores, bastante frikis y
comprometidos con la poca intervención, que logran ejemplares de tremenda
sinceridad, desde Zamora a Torrijos.
Y
las cosas de la manduca tienen la misma gracia mixta del barrio y de La Caníbal. La
croqueta llamada carallada, que es un compendio de lacón y chorizo, la
«croquetina Turner», con el chipirón como idea, o la gyoza de molleja, son
el mejor argumento para entender que aquí se viene sin otro guión que pasar ese
rato único del compadreo tabernario. Más candela: callos
con garbanzos, pulpo con huevo roto, y una costilla de pecho de ternera que te mete en danza de muchos recorridos del alma. O
unos increíbles calçots, resultado de cada viñeta de las estaciones, y lo que
en una inacabable casa se trata del arte de comer y beber, y parar los tiempos.
La
transformación de la taberna tradicional está dando mucha gloria a Madrid. Hay
una guía cada vez más intensa de sitios de personalidad. Javier sabe leer el
partido. Todos los que quieren llevarse una botella de vino a casa, de grifo o
etiquetado, todos los que quieren vagabundear por los pucheros de una casa tan
confortable que no dan ganas de volver a la propia, tienen aquí su rincón.
Los
quesos de Martín Afinador, la moderación de los precios, que respetan los
tiempos difíciles que vivimos y ese servicio castizo, son cómplices de esa
felicidad. Todas las edades tienen un hueco en La Caníbal, o en ese espacio
unido a O Pazo de Lugo. Donde empezó todo y donde continúa esa saga de delicias
taberneras.
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