Madrid es una ciudad
que afortunadamente acumula historias de picaresca, buena vida y personajes
inclasificables. Esta ciudad gatuna no sería la misma si no
existiera un gran tipo como Leopoldo Roncero, al que algunos cómplices de barra
y mantel llaman Polo con todas las letras. No admite otro socio que su eterna
mujer, la sabia Mar Bullón, cuya mirada larga y lúcida pone orden en el
desconcierto genial de Polo.Hiperactivo propagandista del vino, responsable del más
genial puesto dedicado a lo enopático en el Mercado de
San Miguel, va
acumulando experiencias como un tablao, o un restaurante de corte asturiano. Su
criatura tabernaria más reciente se llama Marcelino. Y de adjetivo, Ultraporcino.
No se trata de jugar al escondite evidentemente, porque aquí estamos ante un
auténtico sanctasanctórum de las chacinas.
La
bonhomía de Mar y Polo consigue que todos los amigos, que como legión se
expanden por el territorio de este viejo país, les sirvan de captadores. Cuando
alguien avizora un embutido diferente da el " queo”, y en Marcelino se le
da un hueco de honor al momento. Es el caso de una insólita butifarra de Málaga, tal
vez la más sabrosa y envolvente que uno haya probado, morcillas negras,
chorizos a todo tren, jamones de auténtica lascivia por el corte y por el
remate, y toda una suerte de cadáveres exquisitos del cerdo, que de manera
lujuriosa visten las barras de Marcelino. El primero de estos se enclavó en la
chamberilera calle de Caracas, donde el apogeo porcino junto al gracejo del
personal, y el mucho y buen vino que allí se despacha, pronto enganchó a los
cabales. La casa hoy tiene una embajada de tronío en Rosales, nada menos. Con
un esquinazo mayestático con Marqués de Urquijo, y una terraza de esas que
consiguen que los niños se aquieten, y alguno pueda guiñar el ojo a alguna
viandante.
Todo de
calité, oiga. Ejercicio de barra de mucha escuela, y un servicio vigilado por
Polo, con esa suave y elegante mano de hierro que dispensa en todos sus
locales. Para alegrarse un poquito el alma, hay buen caldo y unos callos de mucha textura y volumen que tienen
origen segoviano, sin olvidar el tomate de Graná. Todo buscado, con las
complicidades que se extienden al queso, seleccionado por el inefable y ya
fundamental Rubén Valbuena, “Cantagrullas”.
Como es previsible, en Marcelino hay además una oferta de vinos de todo color, añada y procedencia, muy por encima de lo que uno pudiera esperar de un tabernáculo chacinista. Así, el champú es parte del ADN de la casa, como los generosos. Todos los vinos tienen un precio tan ajustado, que hay que preguntar si a estos taberneros les gusta coquetear con el concurso acreedores, o es producto de su generosidad.Esta saga de tabernarios que están dando gloria a una capital, convertida ya en destino inevitable de cualquier hostelero que se precie de muchos lugares del mundo, tiene punto y aparte en Marcelino. De hecho, un vino de parar el pulso, un salchichón a la pimienta o unos delicados figatelli, son desafío no solo a la vulgaridad o a los médicos, sino a los lugares de costumbre. Puro gozo con el sello de Madrí. Que es como decir el espejo de las Españas, a golpe de embutido.
Un plato de
alegría porcina
Qué mejor tarjeta de visita que poder hundir las papilas y casi el alma con un surtido de butifarra blanca, lomo de bellota extremeño por derecho, el salchichón a la pimienta que es ya un clásico de esta casa, y una morcilla oreada de Alicante, sacramental. Todo con el temple y el corte de quien afina cuchillos como un violín de la Filarmónica de Viena. Y con un XR o un Tío Pepe... ¿Quién da más?
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