Hemos pasado de considerar a los madriles como una ciudad gastronómicamente casposa, heredera de las pícara tabernas de puntapié, a lucir orgullosa como capital internacional de la buena vida. Así, la apertura de casa de comidas es tan vertiginosa como la ambición de Putin. ¿A qué obedece esta pasión hostelera? Será el efecto económico del milagro Ayuso, o simplemente que los gatos han decidido comer y beber mientras el mundo está en llamas. Las respuestas parecen más propias de un sociólogo a la violeta que de un gourmet. Porque no resulta coherente que en cada esquinazo capitalino haya un tabernáculo gastro de nivel. Hemos cambiado el bar castizo de barrio de toda la vida, con las maquinitas sonando, el camarero y su palillo, y las cañas “bien tirás”, a los avezados voceros de la experiencia. Los grupos empresariales se han expandido por la ciudad como manchas de aceite, dominados por el diseño y las relaciones públicas.
Desde luego, la fiesta está preparada para todos los públicos. Desde 1911, como símbolo de la excelencia en la joyería náutica y en la sala, podría capitanear la enorme lista de restaurantes nuevos. También Ugo Chan y Zeitaku en lo asiático-cañí, o los hoteles de nivelazo caso del Rosewood Villa Magna y Amós, versión madrileña del Cenador cántabro de Jesús Sánchez, el Mandarín Oriental Ritz con varios rincones gastro incluído el Deessa de Quique Dacosta, el Santo Mauro asesorado por Gresca, el Four Seasons y la lengua expansiva de la Galería Canalejas. Umm, agotador, unido a una miríada de tabernas de caché, nuevas coctelerías, el Mentica de Lucía Grávalos, Andrés Madrigal de vuelta a casa con aire mejicano en La Única. O Manero y la clase de Carlos Bosh, con nuevo episodio en Ópera. Es tan mareante, que cada día uno se desayuna en los madriles, con la subida de los precios o con una pista a anotar en la agenda del goloso gatuno. ¿Qué pasará?
Los endémicos problemas del personal cualificado, en especial en el servicio de sala, la esperada inflación desbocada, y unos comensales que realmente tampoco tienen paladar fino, son sombras en el horizonte. Éste momento dulce de puro insólito nos da que pensar. Se puede morir de éxito, y reventarse la burbuja de puro exceso. Ya hemos escrito más de una vez que el extraordinario nivel de nuestra gastronomía, singularmente de la palestra madrileña, no va acompañado de la excelencia de la parroquia. Aquí se llega muy rápido a las cosas, y como dice Francis Paniego, hubo un momento que se comía más foie gras en España que en Francia. La moda gastronómica de la que es ejemplo la capital del Reino, por mucha generación Z que se quiera cantar, puede tener un futuro incierto. Bueno, como casi todo lo bueno en la vid.
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