En
una charla con el admirado colega José Carlos Capel, éste reivindicaba sin duda
la figura del prescriptor. En
este tumultuoso universo en el que se ha convertido la gastronomía, es raro
encontrar voces que valoren en su justicia la propuesta. O, todo el mundo es bueno. Por el hecho de ponerse la
chaquetilla, pasa como con los toreros, que al enfundarse la taleguilla y hacer
el paseillo ya merecen todos los respetos.
Élkar
es un restaurante que cuentan tiene
la mayor altura de España. La razón es obvia, por estar en la planta 33 de
una de las torres madrileñas más vertiginosas. Desde luego, vértigo da
enfrentarse a un restaurante con la asesoría de dos reputados cocineros vascos,
y que está por derecho en esa moda del menú con mando a distancia. La
aventura es descifrar cuál es la línea argumental de unos menús que oscilan
entre un sentido vasco o la contemporaneidad más convencional. Comenzar con una ostra francesa a la que se atomata y
picantea no deja de ser un inicio previsible.
El
carpaccio de gamba roja con helado de vinagre, piñones y huevas no levanta
vuelo de sabor ni prestancia. Luego empieza algo que podría ser una fiesta,
pero que tiene un tono tristón. El
sashimi de salmonete sobre una emulsión de sus propios hígados es un ejercicio
de emboscada del producto. Las láminas de bacalao no se liberan del
pimiento asado.
La
versión de la sopa de bacalao vasca con un huevo a baja temperatura es sólo
correcta. Donde
ya se teme por la integridad, es con el duro y salado lenguado al pil pil, con un incomestible pichón en dos difíciles
versiones en muslo y pechuga, de auténtica insipidez, o con el desconcertante
lingote de parpatana con papada ibérica.
Hay
un servicio esforzado, atento, que con toda bondad intenta salvar el
desbarajuste. La bodega con mucha escenografía tiene un fondo menguante. Uno no
sabe por qué escribir de restaurantes, si tiene que andar zascandileando para
solaz de sus lectores, o porque como decía el gran Antonio Gamero «como fuera
de casa en ningún sitio».
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