Dice mi hija Averías que hay pocas fusiones de verdad en este
mundo de confusión. Hugo
Muñoz, desde su atalaya de esa cocina cariñosa en la que invita a sentarte,
mira sonriente, e incluso comparte el escepticismo de Averías. Su pericia técnica contrastada es la herramienta emocional
que le permite que las cada vez más seguidas cocinas del Oriente, sean
personalizadas a gusto y tradición del cocinero. La sencillez y la austeridad
conceptual son la frontera de la grandeza, y en Ugo Chan se sabe.
Tras un reputado periplo, este cocinero puede jactarse,
sostiene Averías, del efecto Aton Ego de Ratatouille, pues con la sopa de
cebolla el tiempo se colapsa. El
fondo del caldo no eran las cinematográficas sobras de la cena del día
anterior, sino un preciso bonito ahumado, mientras crujen pan, hongo y queso. O esas noches de invierno frías, en las que solo una sopa
de la abuela calienta el alma.
Aquí hay fusión con anclaje, el de las gyozas de callos a la
madrileña, o un homenaje al soldadito de Pavía con una intensa salsa de
pimiento rojo para emocionar. También, ensaladilla rusa gatuna desestructurada,
con cada ingrediente de nivelazo. Fabes con oricios como guiso forastero. Puras
alegrías en viaje de vida y vuelta, como un cante cañí y japo, donde el único
lunar sea tal vez el temaki de mollejas, hechas y especiadas. Pero el festival de nigiris, encabezado por el de angulas,
las cocochas de merluza tempurizadas, el de migas al pastor japonés, la
parrochita con alboronía, de espardeñas y el de gamba roja, nos aceleran
gozosamente los pulsos.
A Hugo no se le ve el techo, y a medida que se
libere de la presión de saber que todo el Madrid gastro le espera, llegará a
cotas únicas. La complicidad de Leticia Palomo en sala, y su cálido equipo, una
bodega justa y a favor de obra, contribuyen a la felicidad.
La búsqueda del umami, el sabor que no se quita del paladar. O como
sentencia Averías, «el sabor que me lleva a casa».
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