La
historia de las tabernas madrileñas está tejida de pequeñas andanzas de sujetos
con tantas vidas como los gatos callejeros. El Juli en su Aranjuez de siempre,
ha creado una leyenda, desde un kiosco en el que coqueteó con la mala vida.
Luego vino la entrega al producto de delicadeza y de lujuria tabernaria. Aguatinta
se llama el tabernáculo del Juli. Con la complicidad de Mari, la maga de la
cocina, con esa bonhomía y clase que le caracteriza, y que acompaña la
hiperactividad genial, zumbona y casta de este singular personaje.
Dicen
que donde hoy está enclavada la actual casa de comidas, venía
Goya a alojarse cuando con el favor del Palacio acudía a pintar. Estar aquí es sentirse parte de la historia de este
especial Sitio del Tajo. No solo, porque el espíritu de lo madrileño, que está
ligado de muchas complicidades con las proximidades toledanas y con los caminos
que llevaban a la Corte, aquí rezuma.
Los carboncillos
de la planta superior, que todavía necesitan ser autenticados, y que
parecen obra del aragonés, son un aureola de leyenda que sobrevuela un rincón
gastronómico de culto. Desde 2015, gran parte de las historias de buena vida de
este territorio aparentemente próspero, pero a veces olvidado del Sureste
madrileño, tienen parada y fonda en un restaurante que tiene hechuras
ambiciosas a pesar de su declarada sencillez.
El
festival de las alegrías tiene su origen en la anchoa
buena, que se matrimonia con el boquerón cuando llega el caso, la mojama, la
chacinería de salivar, y todas las golosinas que se le ocurren al Juli como
visionario, para homenaje de los vagabundos que recalan ahí. Todo comienza en
una barra-barra, de las de espuela y tentetieso.
Los camarones que se sirven aquí, nada tienen que envidiar con las
marisquerías postineras del foro
Y
así, deslizarse cuando el tiempo se detiene, por un patio donde uno imagina
decadentes aristócratas y ministriles y chupatintas como los que hoy pagan
impuestos en Madrid. Parece increíble la habilidad que tienen en este rincón
para pescar delicias náuticas. Los camarones que se sirven aquí, nada tienen
que envidiar con las marisquerías postineras del foro. Por no hablar del rodaballo,
que parece que quiere competir con los de Guetaria. El gracejo y la picaresca son las aliadas del Juli.
Una
risa, una palmada en la espalda, y una de callos
o mollejas, te invitan a salir corriendo del confort familiar, y a jugarte a
los chinos tu futuro incierto. La calle Almíbar, que desemboca inevitablemente
en el coso bicentenario de Aranjuez, empieza a ser una pasarela de muchas
felicidades. Al frente de la misma, como un capitán sin barco y con el rumbo
enderezado después de los tropiezos de las juventudes largas, muy largas, está
El Juli.
Y
se le llena el alma de trufas,
de guisantes, de huevos dulcemente pochados. Mientras, escruta Mari con mirada socarrona, y marca el
territorio para que lleguen amigos, familias y algún perdulario de épocas
pasadas. O se coja el camino que lleva a Etxebarri, Sacha, o los sitios que
quieren compartir estos taberneros enrazados con el Gato. Porque la lengua
tabernaria de Madrid solo tiene una frontera, esa que el Juli decidió cruzar en
Aguatinta. Vinos, champú, la caña de rigor, y déjese llevar por este “casta”.
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