El
casticismo es un estado del alma. Hay personajes que tienen metida en su
genética e historia personal todos los saberes no escritos del foro, pongan su
almacén de felicidad en Chamberí o en Aranjuez, como es el caso. Jorge
del Puerto es uno de esos senadores tabernarios que han ido configurando parte
de la leyenda de las barras madrileñas. «La clásica» es su más reciente criatura, a la
vera del Mercado de Abastos de la ciudad de la Ribera del Tajo.
En
un local diáfano, de techo alto, con cierto aroma industrial, pero con la
calidez marca de la casa, podemos empezar nuestra estadía tabernera con una
cañita tirada de manera académica. Jorge es uno de esos enciclopedistas
cerveceros, modelo para tantos que ensalzan una virtud innata para acariciar el
líquido rubio. El
agitador Sacha siempre pone a este socarrón y entrañable gato como modelo de
ello.
Este
lugar de destino obligado para amantes de buena vida, y de los que persiguen
barras que realmente nos seducen como sirena perdularia, abrió en pleno azote
pandémico. Pero por encima de ese contexto hostil, «La clásica» se ha creado
con la impronta característica que tan bien conoce Jorge. Esa
chacina de nivelazo, el marisco fino fino y domesticado, el laterío
enganchante, son atractivos indiscutibles. Por no hablar del toquecito de plancha que este
versátil hostelero sabe manejar como nadie.
Pincelada
a pincelada, este pintor de barra, va creando ese sitio al que nos arrojamos
intensos, como una amante que nos da lo que no somos capaces ni pedir. Y por
eso aquí hay parroquia, de la genuina, de la que se cruza media península para
darle un beso a Jorge y decirle, «eres único, chava». Alejandro, un
fisioterapeuta regio, se encuentra en este salón, al igual que Angelito Martín
Maestro, recalado en esta villa, pero conocedor de todos los cruces de caminos
del toro. Los primos, los viajeros, los locos de una taberna que siempre es
algo más que un simple lugar de paso. Porque es
refugio, y en especial si se adora el vinagre, ese que en garrafas de puro
néctar va pespunteando una ensaladilla ya convertida en clásico. Y no es
tópico. Es verdad hecha poesía de la calle.
El
imán tabernario es esa música que serpentea por las mesas altas y bajas,
incluso por la terraza, en este rincón de las esencias. También el vino tiene un
sitio. No hay hoy bar de caché que no conceda espacio a la enopatía. Y de tal
suerte, es consciente el barista que las burbujas y las grandes etiquetas
nacionales y forasteras, son fundamentales para quien llega sin prejuicio y con
la cartera abierta a este mostrador postinero. La bodeguera de Tradición, la
jerezana Helena Rivero, se sorprende con un fino de saca vieja. El
champú tiene su reino, tanto como las conversaciones de barra, oscilantes entre
el balompié, el toro o las alcaldías de la zona. Genuina libertad que siempre marca el pincho de la taberna o
el vaso que hunde espuela.
Los
zahoríes de los bares con personalidad ya tienen alerta su varita. El campo
magnético de la alegría marca en Aranjuez «La clásica».
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