La historia de los restaurantes es también la de sus
ciudades. Del mismo modo que Stendhal decía que «la novela es un espejo que se
pasea por un ancho camino», las casas de comida son el testigo de cómo
evoluciona la vida de un lugar. Así, podemos contar el relato de Allard, que ejemplifica los avatares gastronómicos de Madrid como pocos. En origen club
privado, del cual recogió la nomenclatura, luego ha sido un más que selecto
restaurante, que compitió en la liga de los macarrones, y de la cortesía a la
crítica y al menú degustación. ¡Cuánta servidumbre hay en perseguir o mantener estrellas
Michelin!
Enclavado en una señorial esquina de Plaza España, también ha
visto cómo cambiaba la zona de fisonomía, y el propio comensal, que llena las
botillerías capitalinas perseguía la línea clara. Frente a trampantojos
pasados, se pretende ahora que su cocina alimente
vivencias directas. José Carlos Fuentes es quien lleva el timón coquinario de
Allard. Y, aunque parezca un tópico decirlo, la cocina de producto es su
auténtico santo y seña.
Ahora, todo el mundo se apunta a lo que el gran Santi
Santamaría preconizó de la proximidad, y el género al que no enmascaran salsas
ni espumas. Esa filosofía está aquí por derecho. Y se suceden con notable
fluidez las estaciones que mandan en la carta. Lo que da cabida al espárrago de
Aranjuez, la alcachofa madrileña, tortilla trufada, algún guiso, inevitables
callos, o cocochas al pil pil como antecedentes de fundamento de una casa, que
no tiene mantel pero sí criterio. Y de tal modo, llega el célebre rodaballo
entre salicornias de Jose
Carlos, jarrete, pichón o faisán, y carne de mucho
postín. Otro sí debe considerarse el bogavante azul y el caldo de las cabezas,
plato fetiche.
La sala dirigida por Álvaro
Prieto, con la discreta y eficaz presencia de Benito,
animan bastante a repetir a un nuevo Allard, o donde ir a comer no tiene que
ser una montaña rusa. Qué nobleza dejarse arrullar por los cristales que dan al
Madrid siempre vivo, con una copa de una bodega profunda. Esencial.
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