El
roneo internacional ya tiene un nuevo lugar de penitencia, porque de verdad
venir aquí es un acto de contrición
y de flagelo para los gastrónomos. Todo
Madrid viene hablando de Zuma como si no hubiera un mañana. Conseguir una mesa en el establecimiento del inicio del
paseo de la Castellana con la plaza de Colón, es más difícil que unas
oposiciones a notarías. Hay una expectación superior a una tarde de Curro Romero
en Las Ventas. O un Madrid-Atleti jugándose la copa de Europa en el minuto 93.
Después era ilegal.
Ilegal, Zuma no es. Faltaría más. Pero un
genuino disparate pretencioso, por supuesto. Es el escaparate perfecto para los
que creen que después de acuñar marca y ser el 18 local de esta franquicia por
todo el mundo, las excelencias están garantizadas. La cocina dicen que viene de
Japón y de sus influencias.
La realidad es que nada sabe a nada y con eso podemos acabar la crítica y
buscar otro lugar de mejor factura. Bueno, la factura tampoco es lo
peor, porque aquí se trata de agotar mesas, hacer dos turnos, y acabar la noche
de ligues fugaces, y ostentar con tres cocinas, como las hijas de Inés, como si
eso fuera un valor en sí mismo.
El
tataki de atún de sabor escaso, el puré insulso que acompaña el tartar de
salmón, la triste tempura, animan poco a unos menús degustación para el
entusiasmo y las redes sociales. La insoportable levedad
del ser descansa en nigiris atropellados, efecto de una sala bien dotada y
atendida, pero bulliciosa. El bacalao negro, y el solomillo
poco cálido, anotan poca memoria en este Zuma, intercambiable con casas de
mucho musicón.
Por cierto, la cata de vinos tiene huecos y a precios del Támesis. Andar vagabundeando por los sitios donde la libreta se hace pequeña, la cartera larga y el corazón estrecho es una especie de maldición gitana. Aunque uno vaya en billete de primera. Zuma, o la nadería de los tiempos de un siglo de acopio de referencias.
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