Humo y mantequilla: Smoked Room, el restaurante dos estrellas Michelin de Dani García

De niño, cuando por alguna ocasión me llevaban a un restaurante, me prohibían comerme el pan con la mantequilla porque si no, no era capaz de terminar con todas aquellos platos que me alimentaban de verdad. Después, la colonización francesa de las cocinas españolas hizo que sus salsas llegasen vistiendo de mona incluso a las coliflores, y como había que incorporar verduras como fuera a la dieta, qué mejor manera que maquillarlas. Todas: la supreme, la mal llamada española, la holandesa, puestas a su labor de aplacar posibles estridencias, o enriquecer insulsos o rancios alimentos necesitados de la elegancia de las pelucas y perfumes.

Los romanos y los griegos consideraban la mantequilla una cosa de bárbaros y jamás la incluían en sus dietas. Aun así, y una vez clarificada, pensaban que quizá fuese la más fina de las comidas que ingerían en sus tremendos avituallamientos. Desde entonces el sur de Europa ha preferido el aceite de oliva y la manteca de cerdo, pero es difícil no sucumbir si uno ha visto el último tango en París, si a la mariposa le llaman mosca de la mantequilla, si Mozart bautiza a una de sus piezas como Tartine de beurre, o si la medicina india la considera símbolo de pureza para ofrecer a sus dioses. Así, primero la manteca y después el mismísimo aceite de oliva devinieron demodé total.


El rescate y su auge es reciente, pero a este paso efímero. Porque en los paseos gastronómicos de quien escribe esta crítica se viene detectando una irrefrenable tendencia a colocar en el centro de los menús degustación la mantequilla como reina y señora.

Todo esto viene a cuento después de disfrutar del magnífico restaurante que Dani Garcia ha montado de manera gozosa y provocadoramente clandestina en Madrid. Smoked Room. Dos estrellazas michelín al canto en solo escasos meses de vida, que reconocen la brillantez de malagueño, la osadía de su propuesta y la autenticidad de lo que hace. Pero que algo sea coherente, no significa que tenga que convencer a la parroquia. La delicadeza de los bocados, la selección extrema de la materia prima, el mimo con el que su embajador Massimiliano Delle Vedove trabaja en la cocina, no puede ocultarnos una devoción a la mantequilla que nos hace cavilar. La fiesta comienza desde la propia mantequilla personal de levadura tostada. O toda la línea argumental que salpica de aquella a las espléndidas quisquillas de Motril, pespuntea el percebe a la brasa, o circunda la cigala al vapor con versión de mantequilla ahumada. El auténtico desideratum de este intenso menú es la concha fina malagueña, también a la brasa, literalmente sepultada por la beurre blanc. Qué lástima un bocado tan autóctono y difícil de disfrutar en su extensión y textura, por la devoción mantequillosa del ideólogo del menú.

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