Si hubiera un
examen para gourmet, donde la titulación y el cuadro académico se elaborara en el
mapa de carreteras de la buena vida, una asignatura para aprobar, aunque fuera
en sexta convocatoria, sería la de la lamprea. Este pescado de vida dispersa,
que nada en agua dulce y salada a partes iguales, que se metarfosea para succionar
congéneres náuticos, a juicio del catedrático de la literatura gastronómica que
fue Álvaro Cunqueiro, era el que marcaba la resistencia del paladar a la
sangre. O su entrega, claro.
La
lamprea, que dicen prehistórica, marcada a fuego en el imaginario gallego, sin el que no se entendería la mirada relativista de un
Torrente Ballester por poner un caso, tiene poco séquito en Madrid. Son raras
las casas que saben tratar un producto de temporada corta, de sabores muy
poderosos donde debe vencerse el reparo de algún comensal, a veces por
bordelesas desmelenadas. Sal
negra es el lugar donde se borda la lamprea «comme il faut».
Paco Pereira es un excepcional cocinero, cálido pero tímido,
que entiende como pocos que a la intensidad debe sumarse la delicadeza. Así,
cocina el pescado de dientes agresivos, desde el conocimiento y la dulzura, y
logra excepcional textura y sabor, acompañados con su guarnición clásica de
arroz y manzana. Ir a este restaurante es quizá una de las obligaciones que un
gastrónomo capitalino debe rendir cuenta.
En esta casa, además, se tiene un sentido único de lo que es
un restaurante sin ambages. Aquí
no se tapa tampoco José de la Cruz, el clásico jefe de sala y sumiller, al que todos adoramos, y que es la otra parte del espectáculo,
junto a los productos a los que miman en temporada: verdura impecable de
Navarra, almeja tocadita de Galicia, y una sinfonía de bocados que van
atravesando estaciones y momentos de un comedor entre burgués y entrañable.
Atravesar
el dintel de Sal Negra en febrero es soñar con Compostela, con los interiores medievales de una gastronomía que
resiste con fuerza. Paco Pereira y José de la Cruz alimentan la leyenda.
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